Joy

David O. Russell presenta otra especie de comedia transgénero, como ya hizo con Silver Linings Playbook (2012), donde el dramatismo llama con constancia a las puertas, en pos de generar situaciones surrealistas en lugar de buscar la empatía del espectador. Una película que vuelve a confiar su sustento a Jennifer Lawrence, Bradley Cooper y Robert De Niro, tándem decepcionante, salvo por el trabajo de la intérprete. Russell trata de sorprender con elementos aparentemente desordenados, interesantes en algunos tramos, pero que se desinflan al quitar la primera capa y descubrir que el producto final no evita ser el boceto de algo mucho más grande.

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Como acostumbran sus fórmulas scorsesianas, aplaudidas por el gran público, y notoriamente vilipendiadas por el generalista, todo parece encontrarse en los márgenes característicos de su estilo. Sin embargo, esta vez el estilo queda empapado de un sentimentalismo que no transmite un ápice de emotividad, un sentimentalismo encerrado en envolver al espectador en una capa de poco humor y mucha improvisación. A pesar de narrar desde perspectivas diametralmente opuestas a la facilidad narrativa, algo que hay que aplaudir, y una realización dinámica, Russell acaba cayendo en el error de no arriesgarse, de conformar una parrilla de evidencias culpa de cubrir en menos de dos horas, y bajo su propia inventiva, la vida de Joy Mangano, creadora de utensilios para el hogar bajo la presión de hipotecas, hijos a cargo, un entorno donde es avasallada por cuchillos familiares y una madre adicta al televisor. Algo paradójico y premonitorio, pues sería su hija la futura estrella de Home Shopping Network después de intentos fallidos y litigios resueltos a la antigua usanza, más como western inteligente que como comedia dramática, con la balanza rozando el límite de lo segundo y un irresistible tufo surrealista que colma el guión de intenciones, aunque ninguna funcione. Como comedia es aburrida, y como drama, escenificada en exceso y con trazos propios de un pintor que se deja llevar por un trance intuitivo. No se puede culpar a Russell del convencionalismo, pues lo fácil habría sido enmarcar la historia en un drama de los que triunfan en la Academia, en lugar de intentar el melodrama cómico que termina por ser una tormenta de ideas donde la profundidad queda a merced de la carcasa. Joy llega a resultar intrascendente y forzada en muchas de las situaciones, impostadas para el deleite del espectador que venera a Lawrence, pero no para el que busca conmoverse con la historia de una luchadora infatigable que lanza el último crochet antes de caer a la lona. Una obra fabricada para engordar el estilo de Russell y patentar su sello definitivamente; cine industrial con autoría de otro nivel.

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Aunque Joy esté demasiado estilizada para las irregularidades que muestra el guión, Russell mantiene su talento en la dirección de actores, aunque, esta vez, Lawrence es la única capaz de arrasar cada plano con carisma y ferocidad, sin llegar a la sobre-actuación, como sucede con muchas de las secuencias solventadas por su talento interpretativo. Sin embargo, Cooper, quien todavía no es Houdini para transformar un personaje insípido que sólo sirve de introducción a otro capítulo en la vida de Mangano, y De Niro, quien sigue en su particular pose patentada de padre poco tolerante y abuelo desmadrado, giran en torno a Lawrence como estrellas apagadas, mientras ella incrementa su brillo a cada plano.

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Da la sensación de que lo único que le falta a Russell para llegar a Scorsese es escribir un guión que no busque, como se da en Joy, las situaciones forzadas e invierta en completar una historia con demasiado flecos sueltos como para considerarse biográfica. Interés que se pierde entre bandazos melodramáticos y personajes sin alma.

Sean felices.

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