The Hateful Eight

Quentin Tarantino vuelve a ejercer como maestro de ceremonias en una película que da en el clavo continuamente, sin concesiones, donde ni siquiera sobran palabras o mínimos guiños a sus obras anteriores. Rodeado de un amplio espectro de personalidades que conjugan el perfecto arco-iris entre lo rotundo de sus diálogos y lo sangriento de sus acciones, se adentra en lo políticamente incorrecto de los retratos sociales de época. The Hateful Eight recupera la intención y brillantez de Reservoir Dogs (1992), la construcción narrativa de Pulp Fiction (1994) y el entorno y la denuncia de Django: Unchained (2012). Una obra maestra con múltiples referencias al teatro y la novela de Agatha Christie.

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A la antigua usanza (cinta en 70 mm, preludio musical y entreactos al estilo teatral), The Hateful Eight gana fuerza a ritmo de apariciones estelares en forma de personajes con gran poder visceral. Tarantino se sirve de las intrigas de Agatha Christie y rápidamente le otorga al espectador el presumible papel de Hércules Poirot durante los primeros cuatro episodios. A pesar de la desmesura de su metraje (167′) y la posible sensación de claustrofobia que crea su desarrollo en una única localización, el guión, llevado en volandas por diálogos en los que retrata a la sociedad post-guerra de Secesión norteamericana, es lo suficientemente agudo y sensible como para no perder lo certero de la premisa inicial. Los conflictos entre confederados, rebeldes y renegados, expulsados de la Caballería y cabezas que, juntas y sentenciadas, amasan una fortuna, avanza una trama que pasa por encima de toda condescendencia hacia la causa sentimental y repasa las disputas raciales desde una visión nada recatada. Ello vestido de un traje cómico más controlado que en Django: Unchained, adaptado a la primera sonrisa tímida que no arranque en carcajada fácil sino en revuelto en el estómago. Y es que The Hateful Eight, si en algo destaca por encima de su antecesora (inevitable referencia), es en sus diálogos con mayor cuidado, más finos e hilarantes, incluso altivos en algún tramo de la película, pero en los que no sobra la mínima coma. La explosión incontrolada del final se sustituye por una heterogeneidad entre el entorno y sus personajes, algo perfectamente reconocible gracias a la gradual proyección de sus ambiciones y propósitos para con el público, en pos de ni aburrir, ni mostrar gratuitamente la genialidad de sus ideas y ejecuciones cinematográficas. Una experiencia vital para los amantes del cine, para los amantes de un guión brillante sustentado por personajes íntimos, hermosos dentro de sus tropelías, en definitiva, para los amantes del único cineasta capaz de firmar semejante tormenta de enfrentamientos dialécticos; Quentin Tarantino. Consigue que el preludio musical compuesto por Ennio Morricone no se desvanezca, sino que cuando parece que la explosión final puede destruir todo lo perfilado con anterioridad, reaparece y vuelve crear el halo de incertidumbre y verosimilitud necesario para creer en una ficción que bien podría haberse plasmado en las memorias de un cazarrecompensas con las muescas de un gran Spaguetti Western y la genialidad de Sergio Leone.

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Los personajes de Jennifer Jason Leigh, Samuel L. Jackson, Walton Goggins, particularmente acertados, y Kurt Russell, algo más natural que de costumbre, están perfilados y ejecutados con una perfección abrumadora. Soportan el constante empuje de secuencias para la historia, sin embargo y aunque Leigh funciona como el polo magnético sin dar la sensación de aportar demasiado, como el muro de carga imposible de derribar, The Hateful Eight no está diseñada para grandes actuaciones individuales que arrollen al guión, sino al revés, es el conjunto de ellas el que, inevitablemente, trata de arrollar hasta el decorado más austero. Y lo hace. Aunque la aparición de Channing Tatum es testimonial y decepcionante, y el personaje interpretado por Tim Roth se parece ostensiblemente al de Christoph Waltz en Django: Unchained, Tarantino ha conseguido una heterogeneidad de las que ganan grandes premios.

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The Hateful Eight es como el estofado cocinado a fuego lento, en el que de principio a mitad del guiso los protagonistas ganan en terquedad gustativa y terminan por dejar un poso de satisfacción en los cuerpos ávidos de un plato con valor seguro pero que, si no se fabrica con la brillantez y el talento necesarios, queda en un polvorín del que no escapa ni el que espera sentado, timorato a que la olla se acabe antes de que le sirvan. Una de las mejores películas de la temporada, imprescindible.

Sean felices.

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